Relatos y Textos
Darío Ledesma
Estación Esperanza
Pascual suspiró larga y profundamente mientras introducía el ticket en la barrera de acceso al metro. Hace unos años, aquello le hubiera parecido una barbaridad, una auténtica insensatez. De pronto pensó en cómo las circunstancias pueden cambiar tan drásticamente el destino de una persona a tal punto de abandonar todo su mundo por una sola idea. Mark Twain solía decir que un hombre con una idea nueva es un loco hasta que la idea triunfa. A juzgar por los comentarios de sus amigos y familiares, él aún se encontraba en la fase de locura.
Bajó las escaleras de forma tranquila, con parsimonia, como si el reloj aún no marcara las 9 y todavía restaran varias horas para su cita. La repartidora sonrió y musitó un amable "buen día" mientras le entregaba su ejemplar del diario gratuito. No pudo por más que esbozar una mueca de desagrado en su rostro al leer uno de los titulares: "España es el país europeo que pierde más población por la emigración y la crisis". Pascual conocía muy bien esa agridulce sensación de abandonar sus raíces y su mundo por un futuro incierto pero con más oportunidades. Pocas personas le habían apoyado en su decisión. Ni sus amigos, ni sus familiares... ni tan siquiera sus padres. Ante ellos sólo era un loco capaz de renunciar a todo por nada. Un loco... ¿y qué sería del mundo sin locos? ¿Acaso podría continuar su vida con la eterna incógnita de lo que pudo ser y no fue?
Accedió al vagón para iniciar su peculiar periplo. Mientras dilucidaba los motivos que le habían llevado hasta aquella jungla de asfalto en la que se encontraba, escuchó la voz de su "gran hermana" particular. "Se inicia el cierre de puertas", indicó de forma mecánica, tal como solía hacer cada mañana. Había decidido ponerle nombre a aquella misteriosa voz que lo acompañaba todos los días en su deambular por el centro de Santiago. No en vano, ante la ausencia de cualquier conocido o amigo en la ciudad, ella se había convertido en la única compañera de Pascual en su nuevo hogar, su inseparable camarada. Y, al igual que en la célebre novela de Orwell, ella parecía observarlo todo desde su omnipotente altavoz: la acalorada discusión de una pareja de enamorados, el desesperado llanto de un niño acurrucado sobre el pecho de su madre, la reprochable actitud de un ejecutivo ajeno a la embarazada que debería ocupar su asiento, el estudiante que subrayaba con vehemencia un libro de matemáticas... Nada escapaba al control y el dominio de la "gran hermana"; se había convertido en la impasible espectadora de un entretenido espectáculo: el interminable cruce de vidas que, al igual que las líneas del metro, se producía todos los días en el interior de los trenes urbanos. Una gigantesca marea humana, heterogénea y diversa, entrelazaba sus vivencias y devenires diariamente en los vagones de la línea 2 de la que Pascual era un asiduo usuario: chilenos, peruanos, colombianos, estadounidenses, españoles... Diferentes en cultura e incluso idioma, pero unidos por un medio de transporte que fundía aquella amalgama multicultural en la que se había convertido el centro de Santiago.
Mientras continuaba inmerso en tales reflexiones, su "gran hermana" particular había anunciado dos estaciones y sus correspondientes paradas. Entre el barullo formado por el traqueteo del tren y dos jóvenes que canturreaban la melodía de moda con ayuda de su iPhone, Pascual acertó a escuchar una palabra perteneciente a la animada cháchara de una pareja de ancianos: "cabros". Recordó su primitivo estupor y posterior fascinación al descubrir las diferencias lingüísticas entre Chile y España, y el asombro con el que muchas de esas insólitas palabras y expresiones se habían adueñado de su vocabulario. Había conseguido nombrar sin demasiado esfuerzo palta al aguacate, polera a la camiseta, guata a la barriga o porotos a las judías, entre otras muchas acepciones que había incorporado recientemente a su léxico.
El anciano sentado a su derecha repasaba su vestimenta de arriba abajo con mirada escudriñadora. Pascual acudía a la que sería probablemente su cita más importante y, a pesar de vestir como un directivo de empresa cualquiera, aquel octogenario parecía haber descubierto la pista que le impedía pasar inadvertido entre la multitud. Podría tratarse de sus rasgos europeos, de su porte abstraído o incluso del material de su traje. Fuera lo que fuera, aquel abuelo decrépito le observaba como el aborigen que contempla por vez primera un avión; con asombro, fascinación y escepticismo. Su penetrante mirada provocó que Pascual se girara hacia el lado contrario, evitando el nerviosismo que la curiosidad del anciano insuflaba en su ya de por sí inquieto ser.
"Estación La Moneda" vociferó la "gran hermana". Se encontraba a tan sólo una parada de su destino final, y Pascual intentaba en vano aplacar su inquietud. No era para menos: de aquella cita dependía su futuro en Chile, la consecución de sus sueños y la estabilidad de una nueva vida. Desde el momento en el que pisó Santiago, dos meses atrás, había recorrido de forma febril todas las empresas e instituciones de la ciudad, luchando enérgicamente por labrarse un porvenir que le era vedado en su país de origen. Cientos de cartas y currículos habían circulado entre las principales compañías de la urbe, sin un resultado aparente. Dos días atrás se había obrado el milagro en forma de llamada telefónica: querían concertar una entrevista personal para la posible incorporación a un puesto directivo. Realmente no podía creer que sus esfuerzos hubieran resultado; se encontraba entusiasmado y asustado a partes iguales, deseando un desenlace positivo que le permitiera dejar de ser el loco y convertirse en el triunfador.
Inmerso en tales reflexiones, Pascual arribó a su destino. La "gran hermana" se despidió exclamando un "antes de entrar dejen salir" con su acostumbrada voz metálica, y él simuló que le deseaba buena suerte en su entrevista. Por primera vez desde su llegada, la estación de metro le pareció inusual y excepcionalmente bella. Los rayos de sol desfilaban risueños sobre los recodos y peldaños de la escalera de salida, acompañando con su titilar los optimistas pasos de Pascual hacia su destino. Un destino cargado de ilusión y... esperanza.