Relatos y Textos

Darío Ledesma

La leyenda de la virgen del cuello torcido

El sofocante calor de Murcia anunciaba las tres de la tarde cuando la señora Pepica salió, cesta en mano, a alimentar a sus gallinas. Atravesó el dintel de la puerta de la barraca e inmediatamente realizó un gesto de desagrado al sufrir en sus carnes los más de 40 grados que reinaban en la huerta.

-¿Qué tiés, Pepica? ¡Pones la misma cara que cuando pillaste a tu Antonio con la hija de la "moñingui"! -la sorpresiva y juguetona risa de su vecina Conchi la sobresaltó. Una vez repuesta del pasmo, le dirigió una intensa mirada de odio que haría temblar al mismísimo diablo. -¡Está bien, está bien! Reconozco que me he pasado tres pueblos. En mis 74 años aún no he aprendido a callarme la boca cuando tengo que hacerlo...

-¡Calladica estás más guapa, Conchi! -respondió con sorna su vecina-. Pareces un fantasma, cuando una menos lo espera, apareces sigilosamente y sin hacer ruido. ¿Es así como te enteras de todos los cotilleos de la huerta y alrededores?

-¿Cotilleos? ¡Uy, qué va! Eso sí, a veces una escucha cosas sin necesidad de aguzar el oído. El otro día iba con mi Manolo del brazo, paseando con cansera por Trapería, cuando... ¿a que no sabes a quién me encontré? ¡Te mueres, hija, te mueres! ¡A la Teresica!

-¿Viste a la Teresica? - preguntó intrigada la señora Pepica-. ¡No sabía de ella desde que éramos crías, cuando nos sentábamos anca mi abuelo a desperfollar!

-¡Asín mismo, nena!

-Y, ¿qué es de ella?

-Hace un año que regresó de los Madriles, bien castiza ella, con familia numerosa y hasta con bisnietos. ¡Viva Dios me ampare el alma! ¡Quién diría ahora, viéndola tan arregladica y formal, que en sus tiempos tenía locos perdíos a tuiquios los zagales del lugar! Acuérdate de...

En ese momento, la señora Pepica chasqueó la lengua, intentando cortar bruscamente la conversación. Pareciera como si su interlocutora fuera a revelar algún jugoso secreto sobre el pasado de aquella amiga de infancia a la que se refería. A pesar de encontrarse solas en medio de la huerta, la anciana prefería no mencionar locuras de juventud.

-¡Conchi! ¿Cuántas veces debo decirte que los trapos sucios se lavan en la casa? -reclamó, colérica, ante su indiscreción.

-¡Bueno, buenoooo! -exclamó la otra-. ¡Como si a ti nunca te hubieran movido las enaguas, nena! Yo solo te quería contar que a la nieta de la Teresica la anda rondando desde hace tiempo un zagalico, de buena planta pero algo mindango. ¡Ay, si yo tuviera 50 años menos! Pero ella les ha salío muy espabilá, y parece que no se deja engañar por las almibaradas promesas del tal Juan Pedro. ¡Veremos, veremos! Y ahora te dejo, que voy a recoger a mi Manué. ¡El muy fresco me dijo que se iba a jugar al caliche, pero te apuesto a que lo encuentro en el bar, con cuatro correntales de más!

-¡Ve con Dios, Conchi!

Ambas mujeres alzaron la cabeza en un claro signo de despedida, y acto seguido la chismosa huertana encauzó sus pasos hacia el centro de la ciudad, a la búsqueda de su marido.

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Juan Pedro se aferraba fuertemente a la reja de la ventana que lo separaba de la habitación de Josefa. Ya eran dos horas las que llevaba intentando convencer a la joven de sus serias pretensiones hacia ella y de su amor incondicional. No es que no le creyera, pero aquélla no era la primera vez que el galán de turno intentaba conquistarla con rosas, guitarras y dulces para aprovecharse de sus anhelos con otras intenciones más carnales. Bien podría sustituir en esta ocasión las rosas por claveles, las guitarras por bandurrias y los dulces por frutas y... ¡la misma y exacta escena!

-Mi querida Josefa -repetía él con insistencia -, han pasado ya tres meses desde que empecé a reclamar tus atenciones. Es un tiempo más que prudencial para hacerte ver que no quiero otra cosa que no sea el besar una y otra vez tus suaves labios. Imagino tu sedoso cabello enredado entre mis dedos, y la caricia de tu piel, tan tierna como hoja de verdolaga. ¡Te amo, Josefa! ¡Y sé, por el oculto deseo de tu refulgente mirada, que tú también me amas! ¿Qué más, pues, necesitamos para formalizar nuestro amor?

-Un juramento -espetó ella.

-¡Dime qué debo jurar, y ante quién, y procederé a ello! -clamó, emocionado. Era la primera vez que la joven mostraba un atisbo de esperanza hacia sus propósitos-. ¿Ante mis padres? ¿Ante los tuyos? ¡Hagámoslo inmediatamente!

La pálida joven se asomó a la ventana, pensativa. Era la primera vez que se entregaría a un hombre, y debía asegurarse de que también fuera la única. De otro modo acarrearía la deshonra para su familia.

-Tiene que ser un juramento sagrado. ¿Y qué hay más sagrado que hacerlo delante de la imagen de Nuestra Señora de los Remedios? Ante ella, y nadie más, aceptaría una promesa solemne.

Su pretendiente quedó un momento contrariado, pero después reaccionó y admitió las condiciones de su amada. Aquella petición le parecía una locura, pero le sería más útil para sus ocultos deseos: ¡una imagen religiosa no podría hablar ni reclamar los fines comprometidos ante ella!

Así pues, de esta forma Juan Pedro consiguió que Josefa abandonara su estancia y ambos se dirigieron a la cercana Iglesia de la Merced. Allí, asidos de las manos, se postraron ante la virgen para llevar a cabo tal juramento de lealtad.

-Es el momento -musitó Josefa-. Mírala a los ojos y jura que, pase lo que pase, y hagamos lo que hagamos, nunca me abandonarás y te casarás conmigo. ¡Júralo!

A Juan Pedro le resultó divertida la convicción con que su amada había pronunciado estas últimas palabras. A su parecer, la situación era extremadamente peculiar y extravagante, pero aun así accedió a la solicitud de Josefa.

-Juro que nunca te abandonaré y me casaré contigo.

Acto seguido, los jóvenes sellaron su amor con un rápido pero apasionado beso, procurando (eso sí) no ser vistos por el resto de feligreses del templo.

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Los dedos de la señora Pepica temblaron al oír aquella voz estridente que la llamaba y dejaron resbalar tres de los doce huevos que acababa de recoger. Los tres explotaron dramáticamente al llegar al suelo del corral. El origen de aquel sobresalto sólo podía ser una persona: su vecina Conchi.

-¡Pero Pepica! -protestó la recién llegada-. ¡No están los huevos para malgastarlos!

-¡Jesús, María y José! Te tengo dicho que no me pegues esos pasmos. Apareces y desapareces a tu antojo, como si fueras un espíritu errante. ¿Ya te has cansado de molestar a tu pobre Manuel? Seguro que vienes a practicar con tu otro pasatiempo: el chismorreo huertano.

-¡Dios me libre de andar con habladurías! -respondió la anciana-. Eso es deporte de viejas vulgares y sin vida. Yo venía precisamente a pedirte algunas crillas pal zarangollo, que se me han terminao. Pero, ahora que lo mientas... ¿Te has enterao de lo de la nieta de la Teresica?

La tía Pepica entornó los ojos escudriñando a su amiga, intentando adivinar el verdadero motivo que la había traído a su barraca. Como mujer experimentada, sabía que las crillas no eran más que un mero pretexto, una excusa como cualquier otra para conversar sobre los chismes de la semana.

-No, no sé nada sobre la nieta de la Teresica... -replicó-. Pero cuéntame tú, que tan informada estás. ¿Sigue ennoviada con aquel zagalico?

-¡Quiá! Hace tres meses que el susodicho se fue a Graná, buscando ganar algunos reales como aceitunero. Y ella el mismo tiempo encerrá en su casa, llorando su ausencia. ¿Qué te parece el panorama?

-Pues muy mal, ¿qué quieres que te diga? Pero cada uno es libre de actuar como le plazca. Que yo sepa, estos dos zagales no estaban casados -sentenció Pepica, acompañando esta última frase con un expresivo ademán que daba a entender lo poco que le interesaba la historia.

-¡Nooo, casados no! -insistió Conchi-. Pero las malas lenguas andan diciendo que el palomo le había prometío el oro y el moro y, endimás, la había hecho mujer una noche en que la mociquia tenía flaqueza de ánimo. ¿Será eso verdad? ¡Sólo el de arriba lo sabe a ciencia cierta!

-Pobre Teresica, lo que habrá sufrío por los desamores de su nieta. Pero, como te digo, sólo a esa familia, y a nadie más, le debe importar la historia. Toma, aquí tienes tus crillas -le pasó un canasto con al menos una decena de patatas y se despidió de ella -. ¡Ve con Dios, Conchi!

-¡Con Dios, Pepica!

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Los aterradores sollozos de Josefa se escuchaban por todo el vecindario, pese a las súplicas de su propio padre por evitar los comentarios en torno a la denigrante situación. Ambos habían acudido al hogar familiar de Juan Pedro para reclamar el cumplimiento de la promesa realizada por el joven, meses ha, a la incauta muchacha. Alrededor de la mesa del comedor se reunían los afrentados, el agraviante y los progenitores de éste, negándose a creer lo que Josefa afirmaba.

-¡Qué ingenua he sido! -se lamentaba la chica entre suspiros -¡Juraste desposarme, y yo me ofrecí a ti creyéndote caballero!

-¡Queda demostrado que no es caballero sino ave de rapiña! -vociferó su padre, colérico ante el deshonor cometido -. ¡Debes cumplir tu promesa, o enfrentarte a las terribles consecuencias!

-Querido señor -respondió Juan Pedro, ante la expectación generada por su réplica a tales acusaciones-, desconozco qué pudo entender su respetable hija pero yo, que me considero un hombre libre en el más amplio de los sentidos, jamás he jurado atarme a mujer alguna. Si Josefa dedujo eso mismo de mis palabras, le recomendaría visitar a un otorrino.

-¡Hipócrita! -interpeló ella, ciega de ira-. ¡Lo prometiste delante de la sagrada imagen de Nuestra Señora de los Remedios!

-Entonces... ¡vayamos a que ella lo confirme! -exclamó Juan Pedro, soltando una sonora risotada que resonó en todo el edificio. Lo que menos esperaba el indisciplinado joven era que las dos familias acordarían en aquel instante acudir a la Iglesia de la Merced para comprobar las afirmaciones de Josefa. Se negaba a creer que sus padres cedieran ante supersticiones sin fundamento pero aun así decidió acompañarles, seguro de pasar un rato divertido contemplando aquella escena.

Minutos más tarde, la curiosa comitiva se plantaba ante la imagen de la virgen. La joven muchacha no dudó en lanzar su pregunta de forma inmediata:

-Mi querida virgencita, usted, como yo, estaba aquí cuando Juan Pedro realizó el juramento sagrado. Dígame, ¿prometió aquel día casarse conmigo y nunca, nunca abandonarme?

Un silencio sepulcral inundó el templo. Todos mantenían su mirada sobre la venerable talla, que poco a poco empezó a temblar. La sonrisa de Juan Pedro dio paso a un impresionante estupor cuando la cabeza de la virgen comenzó a inclinarse lentamente y... ante la sorpresa de los allí presentes... ¡asintió!

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-¿Ves, Pepica, que todo ha salío bien? -la felicidad expresada en la frase no se condecía con la mueca sarcástica de la anciana al pronunciarla-. Aquello que me decías de que el Juan Pedro era un picaflor eran puras habladurías...

Ambas mujeres se encontraban en la puerta de la iglesia, con sus mejores galas, esperando la salida de los novios. Pepica, con la evidente tensión producida por las palabras de su vecina, no tuvo reparos en responder a viva voz frente a las decenas de personas que, como ellas, aguardaban a los contrayentes:

-¡No seas ambustera, Conchi! ¡Si alguien anda esturreando chismorreos por toda la huerta, no soy yo precisamente!

-¡Uy, nenica! ¡No te mosquees, que se te pone color de follón de pava! Mira, por ahí salen al fin los novios. ¡Lo que es mester que ella no salga ya con er bombo!

-¡Calla, Conchi, calla!

Josefa y Juan Pedro cruzaron solemnemente el arco de la Iglesia de la Merced entre vítores y aplausos de los allí congregados. Se escucharon las consabidas ovaciones para festejar la unión, y el suelo de la calle Santo Cristo quedó cubierto al instante por miles de granos de arroz.

-¡Qué buenos mozos! -exclamó Conchi al contemplar a los recién casados-. Y ahora, Pepica... ¡al convite! Ya sabes lo que decía mi agüelo: ¡barriga vacía no tié alegría!

Y así, ambas huertanas, asidas del brazo, abandonaron la escena junto al resto de invitados.

© 2018 Darío Ledesma de Castro. darioldc@hotmail.es. Todos los derechos reservados.
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